Emprender el viaje en dirección sur, recorrer Italia en coche, hasta llegar a Sicilia; acercarme poco a poco a la isla, sabiendo que está allí, esperándome en su inmovilidad -pero con la certeza que me acogerá de la mejor manera posible-, me llena de gozo y, a la vez, de un sentimiento de tristeza; una tristeza que se asemeja más bien a nostalgia.
La sensación es otra cuando, al viajar en avión, veo Sicilia desde arriba, desde lejos. Primero una silueta envuelta entre nubes, que surge en medio de la mar, con sus montañas y sus valles. Luego veo Palermo y la Conca d’Oro a los pies del sagrado Monte Pellegrino; detrás Trapani y las islas Egadi. En avión, cuando llego desde la península ibérica, tengo que cruzar Sicilia entera para llegar a destino. Y volando encima de esa tierra reconozco pueblos, ciudades, ríos… hasta entrever ‘a Muntagna, ‘u Mungibeddu con su forma cónica, el humo que sale constantemente de sus cráteres y su parte más alta que, a pesar del calor de sus entrañas, casi siempre está cubierta de nieve.
Cuando veo el Etna sé que casi estoy, que mi avión pronto tocará esa tierra que tanto deseo abrazar.
En coche es diferente. Bajar poco a poco, sabiendo que Sicilia está allí, pero sin poderla ver hasta bien abajo en la costa de Calabria, me genera una emoción muy especial. Acercarme de esta forma, paulatinamente, me hace sentir un temblor que me cuesta describir. Entrever Sicilia bajando a lo largo de las infinitas costas de Calabria, aún en el Continente, es como tener un espejismo, de una tierra que está allí pero que, al mismo tiempo, parece inalcanzable. Bajar viendo el mar que la separa de la tierra firme me recuerda, inevitablemente, el mito de Scilla y Cariddi (Escila y Caribdis), los dos monstruos marinos que, estando en un lado y en el otro del estrecho de Messina, devoraban y aniquilaban todos aquellos que intentaban pasar por allí.
Está muy cerca de Italia, Sicilia (solo 3 km la separan del Continente), pero, a veces, parece tan diferente que da la sensación de estar aislada del resto del mundo. En algunos aspectos se parece más al norte de Africa (Túnez está muy cerca). A veces, quando en los días mas calurosos sopla el Scirocco (Siroco), llega la arena roja del desierto africano y lo cubre todo. Otras veces, después de un despertar nocturno del volcán, amanece con un capa de cenizas que tiñen todo de negro.
Pensando en esto, de repente noto cuan cerca está la isla; reconozco Capo Peloro (la punta extrema al noreste) con su faro, veo la ciudad de Messina desde lejos -aun bajando por Calabria-; y, una vez llegados a Villa San Giovanni (desde donde salen los barcos), sé que un viaje termina y que empieza otro: si el primero es de expectación, el segundo es de (re)descubrimiento. Llegar a Sicilia en barco es, para mí, un regalo; un regalo que deseo abrir lentamente, para poderlo disfrutar como merece.