Al principio del viaje, mi intención era coger el barco que cruza el estrecho por la mañana para llegar a las 12 en punto a la catedral de Messina y asistir al espectáculo que cada día, a esa hora, ofrece el reloj de su campanario.
Pero después de haber pasado el día, en parte viajando y en parte visitando amigos en Reggio Calabria, decido cruzar el estrecho esa misma tarde: desde Villa San Giovanni, a las ocho en punto, sale el barco de la compañía de navegación Caronte (¿no es curioso que se llame como el barquero del Hades? ¿Cruzar el canal de Sicilia equivale, acaso, a atravesar el Aqueronte para llegar a otro mundo?). La travesía dura solo 20 minutos. Las luces de Messina están justo enfrente. Llego, desembarco, como algo rápido antes de dejar la ciudad y cogo, ya a oscuras, la autopista que baja hacia Siracusa. Solo 2 horas me separan de mi destino. No me gusta la idea de bajar a lo largo de la costa sin poder ver, con la luz del día, todo lo que mis ojos anhelan ver: el mar a mi izquierda, la montaña a mi derecha, las adelfas rosa y blancas que desde siempre bordean la autopista, el cielo con ese color intenso y la luz especial que solo encuentro en Sicilia.
Pero no imagino que la decisión de viajar de noche me va a regalar una inmensa sorpresa que, con creces, supera lo que por la misma razón creo que me voy a perder.
Al acercarme al Etna, aun de lejos, empiezo a ver como desde uno de sus cráteres sale una fuerte luz roja que parece de fuego. Al acercarme, desde la autopista, veo como este fuego sale disparado del cráter hasta difundirse en el aire en una nube de lapilli y cae abajo, formando varios ríos de magma que van bajando.
El primer impulso es tomar la primera salida de la autopista, en este caso Giarre y, a pesar del horario y del cansancio del viaje, acercarme para poder ver mejor el espectáculo. Desde Giarre subo a Santa Venerina; de allí paso por Zafferana Etnea y Milo y antes de llegar a Linguaglossa desvío en un camino a la izquierda que sube hacia ‘a muntagna. Paro el coche, estoy en medio de un campo desde donde puedo disfrutar de ese regalo que el volcán ha decidido hacerme esta noche.
Es muy emocionante, en medio de la oscuridad y del silencio más total, observar el movimiento hipnótico de la tefra que, como una bala de cañón ardiente sube con fuerza hacia arriba, se separa en el aire, cae y vuelve a converger en esos ríos de fuego.
A cada salida se nota un fuerte, pero amigable, estruendo.
Siento, de repente, la necesidad de descalzarme y apoyar los pies desnudos en el suelo que descubro estar caliente. A cada estruendo, a cada «golpe de cañón», siento un temblor que desde los pies sube hacia mis piernas. Me quedaría toda la noche allí, en medio de la nada, en la oscuridad total, en el silencio que solo está interrumpido por la voz del volcán y del canto nocturno de las cigarras.
Allí, en ese momento, con media luna a mi izquierda, y el Etna delante de mí, me siento abrazada y bienvenida por mi tierra.

Tierra, fuego, agua y aire son los regalos que nos da la Vida; abrazarlos es una manera de honrarla.
Y…abrazarme es una manera de honrarme y honrala…ya que yo también soy un regalo de la Vida…
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Gracias, Pedro, por tu comentario.
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