Una costumbre que descubro ser habitual para el ‘emigrado’ siciliano que, viajando en tren o en coche, va a Sicilia de vacaciones, es comer un arancino en el bar del transbordador. Comer algo tan siciliano, sin estar aún en Sicilia, le permite entrar de lleno en el espíritu de esas vacaciones (veraniegas, normalmente) que acaban de comenzar. Si hasta ese momento ha estado acercándose poco a poco a su tierra, el arancino le catapulta de inmediato y sin preámbulos, directamente a su infancia en Sicilia, ya sea de antiguo residente, ya sea de veraneante habitual. Ese arancino, a pesar de que no sea de los mejores que haya comido y que comerá, le hará sentir que, después de un largo viaje, al fin ha llegado a su destino. Aún estando en el barco, navegando en ese fragmento de mar que separa Sicilia del resto del mundo, él se siente ya en casa. Para que esta sensación llegue a adueñarse del ignaro viajero conspiran, a sus espaldas, el aire que se respira, la vista de Messina tan cercana, los demás viajeros que, inconscientemente, reconoce como sus símiles; el arancino sólo sirve para rematar. En la vuelta, al dejar Sicilia atrás, ya en el buque, comer el último arancino sirve para sentirse aún con un pie en la isla, como para alargar un poco más su estancia
allí. El arancino le permite, al alejarse, prolongar en la boca ese dulce sabor a nostalgia; sabor que, difuminado, lo acompañará hasta su próximo viaje a Sicilia.
El arancino o arancina, según uno se encuentre en Catania (en masculino) o en Palermo (en femenino), es una croqueta de arroz rellena de carne y queso, en su versión original. Recuerda, por su forma y color, a una pequeña naranja; de allí, probablemente, su nombre (literalmente «naranjita», en siciliano). Recientemente se han introducido versiones con rellenos diferentes (espinacas, champiñones, jamón dulce, pistacho, queso, berenjenas). Se compran recién hechos en la rosticceria, donde también hay muchas otras, interesantes especialidades; lo que sería el street food siciliano. Normalmente no se hacen en casa porque su preparación requiere mucho tiempo y se compran por un precio muy modesto. Como pasa a menudo en el caso de las recetas tradicionales, las versiones son muchas y diferentes; en La Cucina di Sicilia de Giovanni De Simone (libro de cocina editado en 1974 por SIAI) hay tres versiones diferentes.
Esta es mi versión, sin carne: se cuece el arroz (un arroz más bien glutinoso) con sal y azafrán. Se pone a enfriar en el mármol de la cocina o en una bandeja ancha durante varias horas, hasta que se enfríe del todo. Se prepara una salsa de tomate con un sofrito de cebolla, zanahoria picada y un puñado de guisantes (se deja también enfriar). Se corta en daditos el queso Caciocavallo o, en su falta, un buen queso semicurado. Se prepara un plato con una masa fluida hecha de agua y harina (hay quien usa huevo) y otro plato con pan rallado. Con las manos mojadas, se coge un buen puñado de arroz cocido, se modela en la palma de la mano hasta formar un cuenco, se le pone unas cucharadas de salsa y unos cubitos de queso y poco a poco se va cerrando hasta formar una esfera (si necesario se añade más arroz con la otra mano). El secreto de la técnica es conseguir crear una esfera muy compacta con la correcta proporción entre arroz y relleno. El arancino se pasa primero en la masa de agua y harina y luego se reboza en el pan rallado. Se fríe en abundante aceite y se come caliente.
Cuan evocadora resulta la comida, ¿verdad? Proust nos lo recuerda con su ya famosa magdalena. El narrador de una de sus obras, creo, rememora recuerdos de su infancia al mojar una magdalena en una taza de té; ya que asocia el sabor, la textura y el aroma de la magdalena con ese mismo estímulo vivido años atrás. En nuestro caso, un arancino se convierte en uma suerte de símbolo proustiano que catapulta al viajero hacia «lo siciliano» a través del poder evocador de los sentidos.
Debo decir que me encantaría probar uno.
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Gracias, Pedro.
Tu referencia literaria me recuerda una escena de la película de animación «Ratatouille». Monsieur Ego, implacable crítico gastronómico, visita el restaurante de Gusteau y, con el cinismo que lo caracteriza, pide que le traigan «Perspectiva»; a las dudas del camarero responde con un firme: «¡Sorpréndeme!».
Nada más probar un bocado del sencillo ratatouille que le sirven, tiene un fulgurante ‘flashback’ a su infancia en el cual revive la dulce sensación de saborear el mismo plato preparado por su madre, con todas las emociones que acompañan ese recuerdo.
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