Gibellina

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Salgo de Sciacca en dirección de Trapani. Empiezo el recorrido con la intención de pasar por la antigua Gibellina. El camino transcurre a lo largo del Valle del Belice, una zona colinar, muy verde, cultivada con viñedos y ulivos.
El camino pasa por Santa Margherita del Belice, anunciado como el «pueblo del Gatopardo» y qué sorpresa reconocer la plaza de la película, en la escena del Principe de Salina que llega al pueblo junto con su familia, después de ese largo y cansado viaje desde Palermo atravesando los campos. Veo algunos de los lugares, acompañados por carteles, donde Tomasi di Lampedusa ambientó su novela. Otros, como la iglesia, y otros edificios, ya no están porque cayeron abajo en el terrible terremoto del 1968.
Esta es la razón por la cual quiero visitar el sitio en el cual surgía Gibellina: el terremoto del 1968. Gibellina Nuova fue construida después de que el viejo pueblo cayera abajo por el fuerte temblor que el 15 de enero de ese año sacudió la tierra y que afectó a muchos pueblos del valle del Belice; Gibellina, la nueva, la construyeron muchos quilómetros más allá, en un lugar que no tenía nada que ver con el antiguo emplazamiento y que muchos de los originarios habitantes, no llegaron nunca a reconocer como suyo.
Gibellina, la original, gracias al alcalde de entonces y a propuestas que recibió por parte de unos artistas italianos, fue transformada en un memorial de aquel terrible evento. En los años 80, encima de las ruinas, se depositó una cantidad de cemento tal que recubrió todo el antiguo pueblo con sus ruinas; unos bloques de cemento gris, altos 1,70 m que recrean los volúmenes del pueblo y que mantiene el recorrido de las antiguas calles, hendiduras en el cemento que permiten caminar en ellas, como entonces se hacía en las calles. Un experimento de Land Art con una grande carga simbólica.

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Me dirigo allí en coche, después de haber pasado por Gibellina Nuova (un pueblo sin ninguna personalidad, más bien feo). Una carretera que sube hacia las colinas verdes, una curva después de otra. Recorro la carretera en silencio, sin saber exactamente qué esperarme; me pregunto en qué momento voy a ver el Cretto di Burri (llamado con el nombre del artista que lo pensó), después de cuál de las muchas curvas lo voy a ver. Siento cierta ansiedad, un peso en el corazón, una presión en el pecho.
De repente lo veo, en medio de un pequeño valle, en el lado izquierdo, un triángulo enorme de cemento con unas rayas que lo cruzan y que al acercarme reconozco como las calles. El triángulo es casi todo gris menos una parte, la que está más abajo, que es blanca (descubro que esta parte se completó en el 2015).
Un silencio irreal envuelve el sitio, en una colina con una pendiente muy fuerte, en medio de otras colinas, verdes, suaves, dulces. Paro y siento que necesito moverme por el Cretto sola, en silencio. Lo hago durante casi dos horas. Subo, subo y subo, lentamente, en un camino con una fuerte pendiente. La sensación es la de estar en un laberinto donde todos los caminos son iguales, donde te envuelve el gris del cemento que hace de contraste con la intensidad de los colores del cielo y de los campos alrededor, azules y verdes que rodeaban el antiguo pueblo; azules y verdes que siguen allí, iguales a entonces. Sólo el gris no estaba, este gris que ahora lo invade todo.

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Siento las voces de las personas que allí vivían, percibo en una memoria que no recuerdo como mía el bullicio de la vida cotidiana de esas personas en los años ’60; una vida que no debía de ser muy diferente de la de cualquier pueblo del interior de Sicilia.
Recuerdo que mi padre me contaba que, desde su pueblo, fue a socorrer a la población junto con el cura y unos amigos, cuando tenía 25 años. Me contaba que nevaba, que nevaba tanto que no pudieron volver a casa.
Después de haber caminado entre las calles de la parte gris, me dirijo hacia la parte blanca, la más reciente, la más baja. Consigo subir encima de uno de esos bloques. Observo, me siento, me descalzo, me estiro encima del cemento blanco. El blanco brilla tan intensamente como el azul y el verde de las colinas de en frente; donde la vida sigue, silenciosa, impasible.

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Volver a casa

Han pasado nueve meses, un poco más. Nueve, desde que pisé por última vez esta tierra. Vuelvo a pisarla, ahora, con la naturalidad de quien se ha alejado solo por un momento de casa, para volver enseguida; con la serenidad de quien, yéndose de viaje durante unas semanas, sabe que a la vuelta todo seguirá en su sitio, tal como lo ha dejado. No me sorprende esta sensación, pero tampoco la esperaba; me llega con total naturalidad, como si fuera la más normal, la más probable, después de estar 9 meses fuera. No recuerdo haber tenido esta sensación antes, al volver a Sicilia despues de tanto tiempo. Al contrario, recuerdo que cada vez que volvía tenía unas expectativas exactas que puntualmente se cumplían: llegaba con una idea precisa de cómo iba  a ser el momento en que veía la tierra desde arriba y, aún desde lejos, la silueta del volcán; el instante exacto en que respiraba  el aire al salir del avion y sentía el calor del  sol en la piel, con su correspondiente sensación corporal. Todo esto lo esperaba siempre con anhelo, hasta con cierta ansiedad. Y ahora nada de esto, sino tranquilidad, naturalidad y (me da miedo pensarlo y decirlo) cierta indiferencia.

Intento imaginar qué puede haber pasado en estos nueve meses, qué puede haber cambiado en la percepción de lo que para mi es el estar aquí y que tiene un efecto tan evidente en mi vivencia de hoy. Lo primero que me viene a la mente es que, en este último año, me he sentido muy cercana a la imagen de Sicilia que llevo dentro, a lo que esta imagen me genera y me transmite. Se trata de una imagen que sirve a facilitar mi búsqueda interior, a alimentar mi deseo de bienestar, a relacionarme con los demás desde una posición más auténtica. Paralelamente, y en muchas ocasiones, he podido compartir con los demás lo que esta imagen representa para mi, además de transmitir mi visión de Sicilia y de la «sicilianidad». Si me paro a pensar o, más bien, a sentir (se trata de sensaciones que me cuesta explicar con un razonamiento lógico y que atañen más bien lo corporal), me percibo movida por un fuerte impulso generado por la necesidad de «hacer algo» por esta tierra, de devolverle algo, como si de una deuda se tratase. Tengo, además, la clara sensación de que esta deuda la tendré para siempre, que nunca podré cancelarla. Siento que el haber tenido Sicilia tan presente en mi día a día ha servido para que ahora perciba una continuidad entre mi anterior viaje a Sicilia y este último, como si nunca me hubiera ido, en definitiva. Es como si la Sicilia que llevo dentro y la real fueran para mi una sola cosa y que, por esta razón, estar materialmente aquí o no estar no fuera tan diferente. 

Caponata di melanzane

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La Caponata di Melanzane es un plato muy típico de la gastronomía siciliana, uno de los pocos presente en toda la isla, en todas las provincias.

Es un plato que se suele comer como antipasto o como contorno (lo que acompañaría al segundo plato, que en Italia y en Sicilia suele ser carne o pescado).
Tiene tantas versiones cuantas son las personas que lo preparan pero todas las posibles variantes incluyen entre sus ingredientes berenjenas (normalmente fritas), cebolla, apio, tomate, aceitunas, alcaparras y, para darle el toque agridulce que caracteriza la Caponata, azúcar y vinagre. Hay quien le añade pimiento, zanahoria, pasas, piñones, almendras, albahaca, menta. Algunos la preparan con tomate maduro fresco, otros con salsa de tomate o tomate pelado de conserva; hay quien fríe cada ingrediente por separado y los junta al final con el tomate y hay quien hace un sofrito de cebolla primero y va añadiendo los ingredientes para que se vayan cociendo juntos.

dsc04101.jpgAsí es como la he preparado yo.
He cortado dos berenjenas grandes en cubitos y los he puesto, junto con sal gorda, en un colador, cubierto con un plato y un peso encima. Este proceso hace que las berenjenas pierdan, junto con su líquido de vegetación, su parte más amarga y al tener menos agua al final del proceso (después de haberlas lavadas y escurridas apretando con las manos) absorben menos aceite a la hora de freírlas. Las he dejado con sal durante casi una hora.
He troceado dos tallos de apio y los he sofrito en una sartén con poco aceite de oliva. Lo mismo he hecho con un pimiento rojo pequeño. He troceado finemente una cebolla, la he pochado con aceite, le he añadido un puñado de aceitunas y uno de alcaparras. Pocos minutos más tarde, he añadido unos cuantos tomates maduros pelados y troceados con unas hojas de albahaca. He añadido el apio y el pimiento que había sofrito poco antes y he dejado cocinar a fuego lento unos diez minutos . He añadido una cucharada de panela (azúcar moreno) y medio vasito de vinagre y he dejado evaporar. Durante la cocción de la salsa he aprovechado para freír las berenjenas que he añadido a la sartén. He mezclado todo bien para que los sabores se ligasen y las berenjenas se empapasen también de ese aroma agridulce.
La caponata se puede comer caliente, templada y fría. Yo la prefiero fría y, al ser posible, al día siguiente de su preparación; cuando el sabor se ha asentado y está al máximo de su expresión.

Singola – Modica

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Estoy en Modica, una noche de verano, y busco un lugar para cenar, un lugar ‘diferente’, que no sea ninguno de los muchos renombrados (en Modica se come muy bien y hay mucha oferta).
Descubro que sí hay un restaurante del cual se habla bien y que se distingue, de alguna manera, de los demás. Decido ir allí, alejándome del centro histórico, Modica Bassa, no sin cierta duda, y me dirigo hacia Via Risorgimento en La Sorda, la parte nueva de la ciudad.
Al acercarme a mi destino, en una calle de edificios recientes, de repente me sorprende un muro a secco que delimita una propiedad con un elegante cartel que pone Singola – Ristorante Naturale.
Me doy cuenta, a primera vista, que el lugar tiene algo especial; nada más pasar la entrada se ve una casita de madera en un pequeño pero precioso y cuidado jardín de olivos y plantas mediterráneas: en fuerte contraste con una ciudad donde los ojos se llenan casi exclusivamente de piedra y roca.
Entramos por la puerta y nos dirigimos hacia la casita donde un joven sonriente nos acoge dándonos la bienvenida. Decidimos sentarnos a una mesa preparada en el exterior, en el jardín. img-20150902-wa0031.jpegEl camarero nos describe los platos del día que también están apuntados en una pizarra, entre los cuales escogemos unos antipasti y unos primeros platos. Nos van llegando los platos y los vamos compartiendo para poder probarlos entre todos. Algunos sorprenden por el mimo y el cuidado que se nota en la selección de los ingredientes que lo componen, por la perfecta cocción de cada elemento del plato, por la cuidada presentación del mismo, a pesar de que pienso conocerlos bien ya que pertenecen a la tradición culinaria siciliana. Otros dejan maravillados por la original combinación de ingredientes que dan a la preparación un sabor inesperado. Por supuesto probamos también los postres que muestran estar a la altura de los otros platos.
Todo lo que pruebo me gusta. Me encanta el uso que, en Singola, se hace de los ingredientes locales; me gusta que sea una cocina arraigada en el territorio, sin exotismos (algo demasiado común en la cocina vegana); me gusta que se reconozca en ella su sicilianidad pero que también sea capaz, partiendo de sus orígenes, de crear sugestiones que recuerdan mundos lejanos, tan lejanos como los que Sicilia recoge, desde siempre, en su propia historia, en su propio perímetro.
imageModica es una ciudad, más bien un pueblo grande, que atrae por muchos aspectos. La configuración que ha adquirido a lo largo de los siglos hace de ella un placer para los ojos, siendo una de las ciudades destruidas por el terremoto de 1693 y reconstruida en estilo barroco. Gesualdo Bufalino, hablando de ella en Argos el ciego, la define como ‘un pueblo con forma de granada partida’: un sinfín de palacios, casas y casitas construidas aparentemente una encima de la otra partiendo del Corso Umberto I, que antiguamente era el lecho de un río, distribuyéndose a lo largo y a lo ancho de las paredes rocosas de las colinas que rodeaban ese antiguo río. Eso hace que muchas de las casas tengan, en la parte más interna, paredes de roca y cuevas que se integran naturalmente en la estructura de la casa, asumiendo a veces un aire misterioso (algunas cuevas llevan a otras cuevas a través de estrechos pasajes y hay antiguas galerias que no se sabe adonde llevan).

Tengo mucho que decir sobre Modica pero me apetece hablar de ella poco a poco, como cuando saboreo ese jugoso fruto rubí que tanto se le parece; lo desgrano lentamente y como esos granos de uno en uno… sin prisa alguna.

Avola y el Nero D’Avola

imageEs curioso descubrir como en todo el territorio de Avola, un pueblo situado a 25 km al sur de Siracusa, no hay ni rastro de cultivo de Nero d’Avola. Si hablas con un aulisi (como se llama su habitante, en siciliano) que tenga ya cierta edad, te dirá que nunca se ha hecho vino en Avola, que en ningún momento se ha producido esa uva que tan famosa se ha hecho en las últimas décadas. Te contará que, desde siempre, el aulisi ha estado comprando vino de Pachino (otro pueblo unos 30 km más al sur), que ese es el vino que siempre ha tenido en su mesa y que lo del Nero d’Avola no sabe de dónde ha salido; que es una invención, una ‘estrategia de marketing’ de algún listillo (por supuesto lo dirá en otras palabras).
Si el desventurado viajero en busca del tan estimado néctar, piensa llegar a Avola y encontrarse en la tierra de los vinos, enseguida quedará desilusionado.
En Avola se cuentan un par de bodegas relativamente recientes, que han cabalgado la ola del éxito que ha supuesto esa fama que le ha llegado de rebote por llevar, ese vino y la uva con la cual se produce, el nombre del pueblo. Desde hace unos años han surgido también unas enotecas que han pasado de vender un anónimo «vino de Pachino» a ofrecer Nero d’Avola y otros vinos sicilianos.
Pero si bajamos un poco más y pasamos al territorio colindante de Noto, nos encontramos en una área muy vasta donde sí se cultiva esa vid de racimos rubí junto con otras vides autóctonas, como el Frappato y el Catarratto. No es casual que haya una zona que se llame Bonivini (literalmente «buenos vinos») a demostrar que desde siempre, allí, ha habido viñedos.
Los enólogos de la zona explican que el Nero d’Avola, antes, se conocía con otro nombre, Calaulisi que parece derivar de Calea (variante de uva, en siciliano) y Aulisi (de Avola) y que, erroneamente, por asonancia se pasó a llamar Calabrisi (de Calabria), llevando a confusión sobre su origen.
En realidad, los más ancianos recuerdan que hace mucho tiempo sí había viñedos en Avola, antes de que se sustituyeran con los cultivos de limones y almendras, que mejor representan a Avola hoy en día. Parece cierto que el Nero d’Avola, la vid, sí tenga su origen en el pueblo aunque, ahora, su cultivo está extendido por toda Sicilia. Es decir que el «vino de Pachino» que bebían los aulisi no era otra cosa que el producto de la misma vid que, más tarde, asumió el nombre Nero d’Avola.

En Elmundovino hay un artículo muy interesante, escrito por Juancho Asenjo, sobre el cultivo del Nero d’Avola y del Frappato. Puedes leerlo aquí

Buttitta, el Cantastorie y yo

imageCuando pienso en el tema sobre el cual escribir para la siguiente entrada, desde hace unos días me cuesta decidir hacia dónde ir. Tengo tres borradores, a medias, guardados  y otros tantos en mi cabeza sobre diferentes temas que me interesa tratar; por otro lado, me cuesta centrarme en cualquier de ellos para completarlos y llegar a publicarlos. Si a esto le añado mi exigencia y mi proverbial inconstancia, el riesgo es que me quede parada, durante un tiempo más o menos largo. Decido entonces escribir sobre esto mismo.
Hablar de Sicilia es, en buena parte, hablar de mí y hablar de mí es algo que siempre me ha costado mucho, principalmente por dos razones: el ‘miedo’ a mostrarme tal y como soy y la dificultad, a veces, en ahondar en ciertos aspectos de mí. En ocasiones, emerge una parte y la otra se queda bien escondida; son matices, detalles que huyen, se dejan entrever y luego se escapan. Allí es donde siento que necesito parar, respirar hondo y prepararme para ver, mirando con detenimiento lo que hay, sea lo que sea.
Hace unos días, vi un documental sobre el poeta Ignazio Buttitta y los Cantastorie.
Lo encontré entrañable, me emocionó, me conectó con mi niñez y con los cuentos de mi abuelo materno. Me imaginé a él, joven, asistiendo a los espectáculos que esos mismos cantastorie llevaban de pueblo en pueblo, viajando por Sicilia; una Sicilia que en aquel entonces, en los años ’50 y ’60, era tierra de miseria, de pobreza, de hambre. El cantastorie contaba, cantando y ayudado por unas imágenes, historias en las cuales el público se identificaba: cuentos de amor, de delitos pasionales, de aventuras de héroes; cuentos que llegaban desde lejos, siendo la del cantastorie un oficio con siglos de tradición a sus espaldas. Su llegada a la plaza del pueblo representaba, para los habitantes, todo un acontecimiento, a menudo en ocasión de las fiestas del santo local o de la temporada de recolección del trigo.
Con los cuentos de Buttitta, el Cantastorie cambia de registro y asume una función social; pasa a contar historias reales de mafia, de emigración, de emarginación, de altos poderes, de desigualdades…temas de grande impacto social que empiezan a despertar en la gente una conciencia hasta ese momento adormecida.
El documental, decía, me emocionó; algunas imágenes me conmovieron, llegué a llorar. Me identifiqué con mi madre de pequeña, con mis abuelos de jóvenes, con toda mi familia en esos años, en esa Sicilia. ¿Porqué me tocó tanto?, me pregunto. Siento que me conectó con algo profundo, con algo esencial. Noté cómo me movía a nivel visceral. De nuevo, al buscar una explicación, una parte se escapa, no puedo atraparla; la otra la siento en el cuerpo, viva y pulsante. Me quedo con la sensación, respiro hondo, intento ver, dispuesta a observar lo que surga, sea lo que sea.

L’omu e la natura

Celu ca nun hai occhi e manni chiantu,
mari ca nun hai vucca e ti lamenti,
luna ca vesti senza aviri mantu,
terra ca nun hai sangu e sì viventi,
acqua ca binidici e nun sì Santu,
suli ca bruci e nun sì focu ardenti,
aria ca duni a l’omu ciatu e cantu:
siti surgivi dintra la me menti.

Ignazio Buttitta (2013) La peddi nova, Palermo, Sellerio

Moon, Siracusa

20150807_215909.jpgHace un par de años, en una calurosa noche de verano, me topé con el Moon (acrónimo de Move Ortigia Out of Normality). Paseando por Via Roma, una de las arterias principales de Ortigia, captó mi atención el canto de 3 tenores que actuaban en la sala del restaurante, mientras los comensales degustaban sus respectivos platos. No pude explorar su cocina esa misma noche pero me propuse volver pronto.
No conocía el Moon y fue, para mi, una agradable sorpresa descubrir un restaurante que destaca por su ambiente refinado y relajado a la vez; un local que, además de prestar mucha atención a su cocina, tiene una intensa programación de conciertos y actividades. Por esta razón, comer en el Moon es toda una experiencia sensorial: desde los cuadros expuestos en las paredes, el maravilloso piano de cola, la música en vivo, hasta la cuidada decoración del local; todo contribuye a hacer de la velada en el Moon, una experiencia especial. 20150807_222310.jpg Al llegar al restaurante, Barbara te invita a entrar y te acoge con una sonrisa a la cual uno no puede resistirse; te acompaña a la mesa, con su porte elegante y en seguida te hace sentir como en casa. En la preparación de los platos, además de apostar por una cocina de calidad, sana y genuina, en el Moon tienen muy en cuenta aspectos medioambientales, éticos y sociales, privilegiando el uso de productos locales y de origen exclusivamente vegetal. Mantienen, así, un pie en la cocina tradicional y otro en el mestizaje gastronómico, presentando en su carta una variedad de platos que abarcan los más representativos de la cocina siciliana y los más originales de la cocina mediterránea y étnica. Muy a menudo hay espectáculos que acompañan la velada; cualquier tipo de música, actuación y artista es el bienvenido, satisfaciendo así los gustos más diversos.
Además, el Moon es una residencia para artistas; organiza cursos, talleres, exposiciones, charlas, proyecciones… un fermento de actividades que hace del Moon uno de los escenarios más interesantes de Siracusa.


Una receta: Spaghetti alla Siracusana.

Como sugiere el mismo nombre, se trata de un plato local tradicional, de origen más bien humilde y, como siempre, existen diferentes versiones del mismo. Se suele preparar con un sofrito de ajo en el cual se desmenuzan unas anchoas saladas. Al sofrito se le echa tomate concentrado, alcaparras y olivas negras. En una sartén se echa un poco de aceite de oliva y se tuesta el pan rallado, hasta que esté dorado. Los espaguetis, cocidos al dente, se mezclan con la salsa. Se emplata y se espolvorea con el pan rallado tostado. En el Moon comí este plato pero con algas en lugar de anchoas, conservando, lo aseguro, todo el olor y el sabor a mar.

Arancino Mon Amour

20140909_132700-1-1.jpgUna costumbre que descubro ser habitual para el ‘emigrado’ siciliano que, viajando en tren o en coche, va a Sicilia de vacaciones, es comer un arancino en el bar del transbordador. Comer algo tan siciliano, sin estar aún en Sicilia, le permite entrar de lleno en el espíritu de esas vacaciones (veraniegas, normalmente) que acaban de comenzar. Si hasta ese momento ha estado acercándose poco a poco a su tierra, el arancino le catapulta de inmediato y sin preámbulos, directamente a su infancia en Sicilia, ya sea de antiguo residente, ya sea de veraneante habitual. Ese arancino, a pesar de que no sea de los mejores que haya comido y que comerá, le hará sentir que, después de un largo viaje, al fin ha llegado a su destino. Aún estando en el barco, navegando en ese fragmento de mar que separa Sicilia del resto del mundo, él se siente ya en casa. Para que esta sensación llegue a adueñarse del ignaro viajero conspiran, a sus espaldas, el aire que se respira, la vista de Messina tan cercana, los demás viajeros que, inconscientemente, reconoce como sus símiles; el arancino sólo sirve para rematar. En la vuelta, al dejar Sicilia atrás, ya en el buque, comer el último arancino sirve para sentirse aún con un pie en la isla, como para alargar un poco más su estancia allí. El arancino le permite, al alejarse, prolongar en la boca ese dulce sabor a nostalgia; sabor que, difuminado, lo acompañará hasta su próximo viaje a Sicilia.

dsc03316.jpgEl arancino o arancina, según uno se encuentre en Catania (en masculino) o en Palermo (en femenino), es una croqueta de arroz  rellena de carne y queso, en su versión original. Recuerda, por su forma y color, a una pequeña naranja; de allí, probablemente, su nombre (literalmente «naranjita», en siciliano). Recientemente se han introducido versiones con rellenos diferentes (espinacas, champiñones, jamón dulce, pistacho, queso, berenjenas). Se compran recién hechos en la rosticceria,  donde también hay muchas otras, interesantes especialidades; lo que sería el street food siciliano. Normalmente no se hacen en casa porque su preparación requiere mucho tiempo y se compran por un precio muy modesto. Como pasa a menudo en el caso de las recetas tradicionales, las versiones son muchas y diferentes; en La Cucina di Sicilia de Giovanni De Simone (libro de cocina editado en 1974 por SIAI) hay tres versiones diferentes.

Esta es mi versión, sin carne: se cuece el arroz (un arroz más  bien glutinoso) con sal y azafrán. Se pone a enfriar en el mármol de la cocina o en una bandeja ancha durante varias horas, hasta que se enfríe del todo. Se prepara una salsa de tomate con un sofrito de cebolla, zanahoria picada y un puñado de guisantes (se deja también enfriar). Se corta en daditos el queso Caciocavallo o, en su falta, un buen queso semicurado. Se prepara un plato con una masa fluida hecha de agua y harina (hay quien usa huevo) y otro plato con pan rallado. Con las manos mojadas, se coge un buen puñado de arroz cocido, se modela en la palma de la mano hasta formar un cuenco, se le pone unas cucharadas de salsa y unos cubitos de queso y poco a poco se va cerrando hasta formar una esfera (si necesario se añade más arroz con la otra mano). El secreto de la técnica es conseguir crear una esfera muy compacta con la correcta proporción entre arroz y relleno. El arancino se pasa primero en la masa de agua y harina y luego se reboza en el pan rallado. Se fríe en abundante aceite y se come caliente.