Viaje a Sicilia II

imageAl principio del viaje, mi intención era coger el barco que cruza el estrecho por la mañana para llegar a las 12 en punto a la catedral de Messina y asistir al espectáculo que cada día, a esa hora, ofrece el reloj de su campanario.
Pero después de haber pasado el día, en parte viajando y en parte visitando amigos en Reggio Calabria, decido cruzar el estrecho esa misma tarde: desde Villa San Giovanni, a las ocho en punto, sale el barco de la compañía de navegación Caronte (¿no es curioso que se llame como el barquero del Hades? ¿Cruzar el canal de Sicilia equivale, acaso, a atravesar el Aqueronte para llegar a otro mundo?). La travesía dura solo 20 minutos. Las luces de Messina están justo enfrente. Llego, desembarco, como algo rápido antes de dejar la ciudad y cogo, ya a oscuras, la autopista que baja hacia Siracusa. Solo 2 horas me separan de mi destino. No me gusta la idea de bajar a lo largo de la costa sin poder ver, con la luz del día, todo lo que mis ojos anhelan ver: el mar a mi izquierda, la montaña a mi derecha, las adelfas rosa y blancas que desde siempre bordean la autopista, el cielo con ese color intenso y la luz especial que solo encuentro en Sicilia.
Pero no imagino que la decisión de viajar de noche me va a regalar una inmensa sorpresa que, con creces, supera lo que por la misma razón creo que me voy a perder. 20150817_000043-1.jpg
Al acercarme al Etna, aun de lejos, empiezo a ver como desde uno de sus cráteres sale una fuerte luz roja que parece de fuego. Al acercarme, desde la autopista, veo como este fuego sale disparado del cráter hasta difundirse en el aire en una nube de lapilli y cae abajo, formando varios ríos de magma que van bajando.
El primer impulso es tomar la primera salida de la autopista, en este caso Giarre y, a pesar del horario y del cansancio del viaje, acercarme para poder ver mejor el espectáculo. Desde Giarre subo a Santa Venerina; de allí paso por Zafferana Etnea y Milo y antes de llegar a Linguaglossa desvío en un camino a la izquierda que sube hacia ‘a muntagna. Paro el coche, estoy en medio de un campo desde donde puedo disfrutar de ese regalo que el volcán ha decidido hacerme esta noche.
Es muy emocionante, en medio de la oscuridad y del silencio más total, observar el movimiento hipnótico de la tefra que, como una bala de cañón ardiente sube con fuerza hacia arriba, se separa en el aire, cae y vuelve a converger en esos ríos de fuego.
A cada salida se nota un fuerte, pero amigable, estruendo.
Siento, de repente, la necesidad de descalzarme y apoyar los pies desnudos en el suelo que descubro estar caliente. A cada estruendo, a cada «golpe de cañón», siento un temblor que desde los pies sube hacia mis piernas. Me quedaría toda la noche allí, en medio de la nada, en la oscuridad total, en el silencio que solo está interrumpido por la voz del volcán y del canto nocturno de las cigarras.
Allí, en ese momento, con media luna a mi izquierda, y el Etna delante de mí, me siento abrazada y bienvenida por mi tierra.

Anuncio publicitario

Viaje a Sicilia I

imageEmprender el viaje en dirección sur, recorrer Italia en coche, hasta llegar a Sicilia; acercarme poco a poco a la isla, sabiendo que está allí, esperándome en su inmovilidad -pero con la certeza que me acogerá de la mejor manera posible-, me llena de gozo y, a la vez, de un sentimiento de tristeza; una tristeza que se asemeja más bien a nostalgia.
La sensación es otra cuando, al viajar en avión, veo Sicilia desde arriba, desde lejos. Primero una silueta envuelta entre nubes, que surge en medio de la mar, con sus montañas y sus valles. Luego veo Palermo y la Conca d’Oro a los pies del sagrado Monte Pellegrino; detrás Trapani y las islas Egadi. En avión, cuando llego desde la península ibérica, tengo que cruzar Sicilia entera para llegar a destino. Y volando encima de esa tierra reconozco pueblos, ciudades, ríos… hasta entrever ‘a Muntagna, ‘u Mungibeddu con su forma cónica, el humo que sale constantemente de sus cráteres y su parte más alta que, a pesar del calor de sus entrañas, casi siempre está cubierta de nieve. 20150912_151954.jpg
Cuando veo el Etna sé que casi estoy, que mi avión pronto tocará esa tierra que tanto deseo abrazar.
En coche es diferente. Bajar poco a poco, sabiendo que Sicilia está allí, pero sin poderla ver hasta bien abajo en la costa de Calabria, me genera una emoción muy especial. Acercarme de esta forma, paulatinamente, me hace sentir un temblor que me cuesta describir. Entrever Sicilia bajando a lo largo de las infinitas costas de Calabria, aún en el Continente, es como tener un espejismo, de una tierra que está allí pero que, al mismo tiempo, parece inalcanzable. Bajar viendo el mar que la separa de la tierra firme me recuerda, inevitablemente, el mito de Scilla y Cariddi (Escila y Caribdis), los dos monstruos marinos que, estando en un lado y en el otro del estrecho de Messina, devoraban y aniquilaban todos aquellos que intentaban pasar por allí.

Está muy cerca de Italia, Sicilia (solo 3 km la separan del Continente), pero, a veces, parece tan diferente que da la sensación de estar aislada del resto del mundo. En algunos aspectos se parece más al norte de Africa (Túnez está muy cerca). A veces, quando en los días mas calurosos sopla el Scirocco (Siroco), llega la arena roja del desierto africano y lo cubre todo. Otras veces, después de un despertar nocturno del volcán, amanece con un capa de cenizas que tiñen todo de negro.
Pensando en esto, de repente noto cuan cerca está la isla; reconozco Capo Peloro (la punta extrema al noreste) con su faro, veo la ciudad de Messina desde lejos -aun bajando por Calabria-; y, una vez llegados a Villa San Giovanni (desde donde salen los barcos), sé que un viaje termina y que empieza otro: si el primero es de expectación, el segundo es de (re)descubrimiento. Llegar a Sicilia en barco es, para mí, un regalo; un regalo que deseo abrir lentamente, para poderlo disfrutar como merece.